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martes, 25 de marzo de 2014
UN TOQUE DE HUMANIDAD EN EL METRO DE SEÚL
Seúl es una ciudad fantástica para hacer turismo, pero se vuelve agresiva ante las personas que decidimos fijar aquí nuestra residencia. Esto lo he dicho y escrito en varios posts. Empujones, prisas contínuas, los escupitajos, la ubícua amenaza de las motos, sonrisas que no existen, un idioma desconocido... son pequeñas cosas que acaban intimidando a las personas simples. Por eso es agradable ver, de vez en cuando, muestras desinteresadas de humanidad. Son pequeños detalles que, al menos en mi caso, resetean todo lo malo y dejan el contador de nuevo a cero, haciendo mucho más llevadero el día a día.
Algo así nos sucedió el otro día en la jungla que es el metro de Seúl. Después de varias estaciones, aún nadie se había levantado para cederle el asiento a mi esposa, embarazada de 8 meses y con una niña agarrada de la mano. Los asiento marcados de uso preferente para embarazadas y personas con movilidad reducida estaban ocupados, unos por personas jóvenes demasiado absortas en sus pantallas como para prestarle atención al mundo real y otros por señoras que simulaban dormitar con los ojos entrecerrados. Ante la indiferencia general, un anciano nos hizo señas desde el otro lado del vagón para que ocupásemos su asiento.
Avergonzado por comprobar, una vez más, cómo tiene que ser casi siempre un anciano, con tanta necesidad de sentarse como una embarazada, quien ponga solución a estas situaciones, le hice gestos de que no importaba, que estaba bien, que gracias pero no era necesario que se levantase. Pero él se levanto, caminó en nuestra dirección y, sin articular palabra, casi arrastró a mi esposa a su asiento. Todo el metro observaba la situación, sintiendo curiosidad en el espacio que debería estar ocupado por la vergüenza.
Pensaba que el buen hombre se bajaría en la siguiente estación. Pero no, siguió de pie agarrado a la barra al lado del asiento. En algún momento su mirada se cruzó con la de Sonia, nuestra hija de tres años, que ya estaba sentada en el regazo de mi esposa. La vejez sonrió a la niñez, la niñez devolvió la sonrisa, y comenzó el espectáculo.
El hombre hizo el gesto de sentarse en el carrito, ante lo cual Sonia le dijo que no con los brazos. Él insistió en que sí, y Sonia en que no. Después le ofreció una flor imaginaria, que Sonia recibió entre risas. Poco después le preguntó, mediante gestos, si yo era su padre, y Sonia respondió asintiendo con la cabeza. El hombre me sonrió a mí, yo le devolví la sonrisa, pero nadie dijo nada.
En algún momento, entre gestos de un lado y del otro, comprendí que la ausencia de palabras no era casual. El hombre era mudo. Una segunda mirada, algo más atenta que la primera, mostró cicatrices de una vida difícil. No es fácil ser diferente en Seúl, de la misma forma que no es sencillo tener una desventaja cuando la vida es una competición constante. Pero fue él, el hombre acostumbrado a verse en desventaja, el que tendría motivos para sentirse resentido hacia la sociedad que lo rodea, el único que tuvo el gesto humanitario de ceder el asiento a una persona que lo necesitaba.
En los últimos 50 años Corea del Sur pasó de ser uno de los países más pobres del mundo a uno de los más avanzados, pero por el camino se perdieron muchas cosas. Muchas personas son incapaces de disfrutar de la vida. La sociedad perdió una gran parte de su humanidad. Las nuevas generaciones ven normales comportamientos que escandalizarían a sus abuelos. El anonimato, al verse rodeado de una multitud de desconocidos, sirve de excusa para perderle el respeto al mundo.
En todo esto estaba yo cavilando cuando el hombre hizo con las manos el gesto de un corazón, lanzó una última sonrisa al aire y salió por la puerta del metro dejando el vagón lleno de gente pero vacío de personas.
CDT: eurowon
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